Un pequeño adelanto de la nueva entrega de "Benny Souchiate"... Espéralo...
El taxi se detuvo
frente a la casa marcada con el número 324 de la calle Pinzón en una pequeña
población llamada Krania, localizada al norte de Loma Príncipe. El ocupante del
asiento trasero corroboró la dirección que llevaba anotada en un papel
arrugado. Era el lugar. Bajó del destartalado vehículo y le pagó al conductor
con un billete que –como descubriría el desafortunado chofer al día siguiente–
era falso.
—Quédese con el cambio.
El taxi se marchó y el sujeto llamó a la
puerta de la casa. Como era de noche, no se alcanzaba a distinguir en todo su
esplendor el descuido del lugar. En el día, el visitante habría visto las
paredes pintarrajeadas por los pandilleros, el barandal oxidado y la puerta de
madera carcomida.
La puerta se entreabrió y un par de ojos
se alzaron para encontrarse con los del visitante.
—Diga —preguntó una voz que estaba dejando
de ser infantil.
—Busco a tu padre.
—Está dormido.
—Despiértalo.
El hombre empujó la puerta y entró sin
mucha resistencia. Quien le estaba
atendiendo sabía que era imposible hacerse el valiente y cerrarle el paso. Era
un muchachito con el cabello casi a rape. Unos minúsculos cabellos rojizos apenas
brotaban de su cabeza.
—Tú debes de ser Trenzo, ¿no?
Trenzo Farras no contestó. Miraba con
coraje al sujeto que había entrado a la fuerza a su casa. Nunca antes lo había
visto, pero por lo que su padre le contó alguna vez, pudo deducir de quién se
trataba.
—Dile a tu padre que necesito hablar con
él.
Trenzo se dio la vuelta de mala gana y
entró a uno de los cuartos.
La casa era una pocilga. En la sala había
espacio sólo para un par de sillones. Detrás de una barra estaba la cocina
rebosante de platos y vasijas sucias. Un enjambre de moscas se daba el gran
festín con las sobras del día… y también con las del día anterior. Del olor, ni
hablar. Hasta para el visitante, quien no estaba acostumbrado a las delicadezas
de la vida, el hedor era simplemente insoportable.
De la recámara no salió Latzio Farras, el
hombre alto, sino su esposa, una mujer bajita y rechoncha.
—Latzio no puede atender a nadie –le dijo
al visitante con voz decidida—. No se encuentra bien.
—Dígale que quiero conversar con él y verá
cómo se pone mejor.
—¿Y usted quién es?
El hombre se acicaló la barba con una mano
y se removió la gorra de marinero.
—Soy el capitán Odiseo Nantucket.
La actitud de la mujer cambió al instante.
Ella también había escuchado historias sobre el visitante y más le valía ser
amable.
—No puede moverse de su cama, pero pase a
verlo.
La mujer lo condujo hasta la pequeña
habitación iluminada apenas con una lámpara de mesa. Cuando Nantucket vio a
Latzio no lo pudo reconocer. Su estado era más que lamentable: estaba postrado
en la cama, con la mirada perdida. Su cabello rojo había encanecido y su rostro
lucía demacrado e inexpresivo. Incluso podría decirse que se había hecho más
pequeño. A su lado, como de guardia, su hijo Trenzo.
—Usted… ¿podría explicarme qué fue lo que
le pasó a mi marido?
—Eso tendría que preguntárselo a su
antiguo jefe, el Coleccionista. Aunque, hasta donde sé, él también está un
poco… perturbado.
—Estaba tan bien —sollozó la mujer—. No sé
qué le pasó.
—Yo sí sé —interrumpió Trenzo con el
coraje agolpado en la garganta—… Benny Souchiate.
Apenas escuchó el nombre “Benny Souchiate”,
Latzio empezó a lanzar gritos. La mujer corrió hacia él y, con la ayuda de su
hijo, intentó tranquilizarlo. Nantucket no creía lo que estaba viendo. Conocía
a Latzio Farras desde hacía mucho tiempo, y si bien no era un hombre brillante,
tampoco era el chiflado que tenía en frente.
Latzio se calmó de repente.
—¡Es la hora!
Con una fuerza surgida de quién sabe
dónde, hizo a un lado a su mujer y a su hijo y corrió hacia el ropero que
estaba en la habitación. Lo abrió y comenzó a sacar prendas a diestra y
siniestra. Apenas las observaba y las lanzaba por los aires.
—El jefe debe cambiarse de capa —decía
insistentemente.
La esposa abrazó a Trenzo y ya no pudo
contener el llanto. De pronto, Latzio se detuvo una vez más. En su rostro se
dibujó una expresión de terror.
—¡El granizo! ¡El viento!
Miró la palma de su mano y se encontró con
una cicatriz, aquélla de la herida que se había hecho con un vidrio cuando una
tormenta surgida de la nada hizo añicos el ventanal del castillo del
Coleccionista. Los gritos se hicieron más estridentes. Trenzo no pudo más y salió de la habitación
como alma que lleva el diablo. La esposa sujetó a Latzio y lo condujo de nuevo
a su cama, donde sus gritos poco a poco se fueron transformando en susurros.
—No creo que esté en condiciones de
decirme lo que quiero saber —dijo secamente el capitán.
Se dirigió hacia la puerta de la
habitación sin despedirse. Cuando estaba a punto de cruzar el umbral, una
pequeña figura de papel se deslizó por el aire hasta quedar frente a sus pies.
Era un avión de papel. Odiseo lo recogió y se volvió hacia Latzio. Él lo había
lanzado.
—Lo atrapé —le dijo a Nantucket
canturreando como un niñito.
Entonces Latzio encendió el interruptor
que estaba a un lado de la cama y la habitación se iluminó plenamente.
Nantucket reparó en un detalle que le había pasado inadvertido. Por toda la
habitación había hilos colgando, de los cuales, pendían pequeños aviones de
papel.
—¡Los atrapé a todos! —Latzio rompió en
carcajadas.
El capitán reanudó la salida. Su visita
había resultado inútil. Se pasó semanas localizando a Latzio y, cuando por fin
lo había encontrado, el hombre estaba chiflado. No había más que hacer en ese
lastimoso lugar. Estaba a punto de abrir la puerta cuando una voz lo detuvo.
—Yo puedo ayudarle.
El capitán le dirigió a Trenzo una mirada
suspicaz.
—Yo sé dónde puede encontrar a Benny
Souchiate.
No hay comentarios:
Publicar un comentario