lunes, 17 de marzo de 2014

Adelanto de "Benny Souchiate y la Legión del Faro". Capítulo 1: La visita

Un pequeño adelanto de la nueva entrega de "Benny Souchiate"... Espéralo...



El taxi se detuvo frente a la casa marcada con el número 324 de la calle Pinzón en una pequeña población llamada Krania, localizada al norte de Loma Príncipe. El ocupante del asiento trasero corroboró la dirección que llevaba anotada en un papel arrugado. Era el lugar. Bajó del destartalado vehículo y le pagó al conductor con un billete que –como descubriría el desafortunado chofer al día siguiente– era falso.
     —Quédese con el cambio.
     El taxi se marchó y el sujeto llamó a la puerta de la casa. Como era de noche, no se alcanzaba a distinguir en todo su esplendor el descuido del lugar. En el día, el visitante habría visto las paredes pintarrajeadas por los pandilleros, el barandal oxidado y la puerta de madera carcomida.
     La puerta se entreabrió y un par de ojos se alzaron para encontrarse con los del visitante.
     —Diga —preguntó una voz que estaba dejando de ser infantil.
     —Busco a tu padre.
     —Está dormido.
     —Despiértalo.
     El hombre empujó la puerta y entró sin mucha resistencia.  Quien le estaba atendiendo sabía que era imposible hacerse el valiente y cerrarle el paso. Era un muchachito con el cabello casi a rape. Unos minúsculos cabellos rojizos apenas brotaban de su cabeza.
     —Tú debes de ser Trenzo, ¿no?
     Trenzo Farras no contestó. Miraba con coraje al sujeto que había entrado a la fuerza a su casa. Nunca antes lo había visto, pero por lo que su padre le contó alguna vez, pudo deducir de quién se trataba.
     —Dile a tu padre que necesito hablar con él.
     Trenzo se dio la vuelta de mala gana y entró a uno de los cuartos.
     La casa era una pocilga. En la sala había espacio sólo para un par de sillones. Detrás de una barra estaba la cocina rebosante de platos y vasijas sucias. Un enjambre de moscas se daba el gran festín con las sobras del día… y también con las del día anterior. Del olor, ni hablar. Hasta para el visitante, quien no estaba acostumbrado a las delicadezas de la vida, el hedor era simplemente insoportable.
     De la recámara no salió Latzio Farras, el hombre alto, sino su esposa, una mujer bajita y rechoncha.
     —Latzio no puede atender a nadie –le dijo al visitante con voz decidida—. No se encuentra bien.
     —Dígale que quiero conversar con él y verá cómo se pone mejor.
     —¿Y usted quién es?
     El hombre se acicaló la barba con una mano y se removió la gorra de marinero.
     —Soy el capitán Odiseo Nantucket.
     La actitud de la mujer cambió al instante. Ella también había escuchado historias sobre el visitante y más le valía ser amable.
     —No puede moverse de su cama, pero pase a verlo.
     La mujer lo condujo hasta la pequeña habitación iluminada apenas con una lámpara de mesa. Cuando Nantucket vio a Latzio no lo pudo reconocer. Su estado era más que lamentable: estaba postrado en la cama, con la mirada perdida. Su cabello rojo había encanecido y su rostro lucía demacrado e inexpresivo. Incluso podría decirse que se había hecho más pequeño. A su lado, como de guardia, su hijo Trenzo.
     —Usted… ¿podría explicarme qué fue lo que le pasó a mi marido?
     —Eso tendría que preguntárselo a su antiguo jefe, el Coleccionista. Aunque, hasta donde sé, él también está un poco… perturbado.
     —Estaba tan bien —sollozó la mujer—. No sé qué le pasó.
     —Yo sí sé —interrumpió Trenzo con el coraje agolpado en la garganta—… Benny Souchiate.
     Apenas escuchó el nombre “Benny Souchiate”, Latzio empezó a lanzar gritos. La mujer corrió hacia él y, con la ayuda de su hijo, intentó tranquilizarlo. Nantucket no creía lo que estaba viendo. Conocía a Latzio Farras desde hacía mucho tiempo, y si bien no era un hombre brillante, tampoco era el chiflado que tenía en frente.
     Latzio se calmó de repente. 
     —¡Es la hora!
     Con una fuerza surgida de quién sabe dónde, hizo a un lado a su mujer y a su hijo y corrió hacia el ropero que estaba en la habitación. Lo abrió y comenzó a sacar prendas a diestra y siniestra. Apenas las observaba y las lanzaba por los aires.
     —El jefe debe cambiarse de capa —decía insistentemente.
     La esposa abrazó a Trenzo y ya no pudo contener el llanto. De pronto, Latzio se detuvo una vez más. En su rostro se dibujó una expresión de terror.
     —¡El granizo! ¡El viento!
     Miró la palma de su mano y se encontró con una cicatriz, aquélla de la herida que se había hecho con un vidrio cuando una tormenta surgida de la nada hizo añicos el ventanal del castillo del Coleccionista. Los gritos se hicieron más estridentes.   Trenzo no pudo más y salió de la habitación como alma que lleva el diablo. La esposa sujetó a Latzio y lo condujo de nuevo a su cama, donde sus gritos poco a poco se fueron transformando en susurros.
     —No creo que esté en condiciones de decirme lo que quiero saber —dijo secamente el capitán.
     Se dirigió hacia la puerta de la habitación sin despedirse. Cuando estaba a punto de cruzar el umbral, una pequeña figura de papel se deslizó por el aire hasta quedar frente a sus pies. Era un avión de papel. Odiseo lo recogió y se volvió hacia Latzio. Él lo había lanzado.
     —Lo atrapé —le dijo a Nantucket canturreando como un niñito.
     Entonces Latzio encendió el interruptor que estaba a un lado de la cama y la habitación se iluminó plenamente. Nantucket reparó en un detalle que le había pasado inadvertido. Por toda la habitación había hilos colgando, de los cuales, pendían pequeños aviones de papel.
     —¡Los atrapé a todos! —Latzio rompió en carcajadas.
     El capitán reanudó la salida. Su visita había resultado inútil. Se pasó semanas localizando a Latzio y, cuando por fin lo había encontrado, el hombre estaba chiflado. No había más que hacer en ese lastimoso lugar. Estaba a punto de abrir la puerta cuando una voz lo detuvo.
     —Yo puedo ayudarle.
     El capitán le dirigió a Trenzo una mirada suspicaz.

     —Yo sé dónde puede encontrar a Benny Souchiate.